La maternidad, a ojos de nuestra sociedad occidental, es una condición innata de las mujeres. Nacemos para cuidar de otros y albergar vida en nuestro vientre es parte de nuestro destino.
Si una mujer decide no tener hijos, sea cual sea el camino que la haya llevado hasta esa decisión, se convierte en un bicho raro, en un ser digno de mirar de reojo, de cuchichear sobre ella, porque algo malo le debe de pasar si elige conscientemente no ser madre.
Obviamente, en esas mentes, tan solo queda reflejada su realidad y esta no pasa por pensar el sin fin de situaciones dolorosas que quizás han tenido que vivir esas mujeres antes de tomar esa decisión.
Así, en lugar de encontrarnos una sociedad empática, donde sentirnos libres de vivir conforme mejor nos parezca, la presión social recae, a veces a gritos, a veces silenciosa, sobre cada una de nosotras. Queda inmersa en la memoria colectiva lo que de nosotras se espera, cómo y cuándo debemos rendirnos y por qué razones. La elección personal en realidad no existe, pues quedará expuesta a la espera de juicios y valoraciones que destrozarán gratuitamente nuestras esperanzas de librarnos de la culpa.
La culpa, ese sentimiento presente en cualquier rincón de la maternidad.
La culpa, por definición, es la sensación interna permanente de haber hecho algo malo a los demás o a una misma, causando un gran malestar. Es una losa que pesa y produce desajustes emocionales continuos. Y la culpa, en infertilidad, es omnipresente, por mucho que la intentes esquivar, aparece una y otra vez.
Someterse a técnicas de Reproducción Asistida para lograr un embarazo supone una presión emocional enorme. Duelos, fracasos, miedos, incertidumbre, se arremolinan juntos en una vivencia que puede alargarse mucho en el tiempo, meses, incluso años. Y aunque las tasas de éxito de las técnicas de Reproducción pueden ser buenas, no aseguran en cuánto tiempo se conseguirá un embarazo, ni si se llegará a conseguir.
Esa es la realidad, aunque no sea parte de la esperanza puesta en ellas, es una realidad que hay que tener presente porque una parte de la estabilidad emocional es saber distinguir sobre qué tenemos el control y sobre qué no y conocer que nuestras creencias no son reales, si no producto de nuestras experiencias y pensamientos.
Conforme pasa el tiempo y si los intentos no dan resultado, puede llegar el momento en que la decisión de dejar de intentarlo se ponga sobre la mesa. Poner fin a ese camino para poder empezar otro se plantea como una nueva opción para dejar de sufrir. Encontrar otros caminos donde no perder la salud mental. Un tratamiento más, y si no funciona, lo dejamos, es el planteamiento de muchos. Y así es, un último test de embarazo negativo, un último ciclo cancelado por falta de respuesta, un último intento y la decisión está tomada.
Se trata de un último intento y tomar acción, aunque parezca lo contrario. Dejar de hacer para poder seguir haciendo. Decidir parar para tomar el control de la situación y encaminar las acciones a otros resultados porque reconoces que lo que has estado haciendo no te está funcionando. Ya se ha intentado mucho, se ha puesto el alma en ello y no ha salido, es hora de parar.
Y es una decisión pensada, meditada, calibrada al milímetro, porque se ha intentado hasta la saciedad y no se ha conseguido. Se han calculado los pros y contras y por fin se ha decidido. Es una decisión tomada desde la conciencia plena.
Es una decisión que afecta por completo al proyecto de vida, que lo cambia todo, que implica muchas renuncias, renuncia a la idea del hijo propio, renuncia al embarazo, renuncia al tipo de familia que creían que iban a ser, renuncia tras renuncia. Y supone tener que reformular el propósito de vida.
No es una decisión que nadie tome a la ligera, no es fácil, no es casual.
Sorprendentemente, lejos de valorar la valentía que eso implica y de aplaudir la capacidad de resiliencia que supone el saber parar una acción que no está funcionando para probar otra, aparece la culpa. Una culpa a veces disfrazada de comentarios bienintencionados, a veces descarada en forma de crítica ajena, que equiparan esa decisión con rendirse, con la falta de fuerza y valentía para seguir intentándolo, con egoísmo, con ser menos merecedora que ellos
por mirar por una misma.
Y aunque sabes que es la decisión correcta, que ese es tu nuevo camino, qué difícil resulta que no resuene tanta crítica. Y es en ese momento en que el sentimiento de culpa propio aprovecha y hace su aparición estelar, ¿lo habré intentado lo suficiente? ¿podría haber hecho algo más? ¿y si me estoy equivocando? ¿y si tienen razón y estoy siendo egoísta?
Resuenan los pensamientos de los otros y los propios invalidando a una mujer que quiere anteponer su bienestar emocional y alejarse de la ansiedad, el miedo y el estrés.
En cambio, se encuentra con cuánto pesa la presión social, con qué poco los juicios sociales consiguen que se cuestione decisiones propias a pesar de estar vacíos, de que desconocen lo que se vive al estar en la propia piel.
La culpa, el miedo y la preocupación van de la mano. Lo que podría haber hecho, lo que pensarán de mí, lo que pasará si sigo adelante con esta decisión.
Culpa, culpa y más culpa que pesa y duele, pues además no se puede gritar a los cuatro vientos, se vive en silencio, en penitencia, ¿hay algo malo en poder decidir? ¿por qué importa la opinión de otros? ¿por qué nuestro cuerpo, nuestra vida queda expuesto a la espera de cualquier juicio ajeno?
¡Qué injusticia! si visibilizamos esta situación, si le ponemos voz, estaremos un poco más cerca de ser libres. Porque todas merecemos poder decidir en base a nuestra experiencia, nuestra vivencia y nuestro sentir y que las comparaciones no sean con otras, somos únicas y además nos necesitamos unidas, en tribu. Dejemos de atacarnos entre nosotras, de juzgarnos para empezar a cuidarnos, que juntas podemos despojarnos de expectativas arraigadas al solo hecho de ser mujeres. Nos lo debemos, tú me ayudas a quitarme un poco de culpa, yo te ayudo con la tuya. Caminaremos más ligeras. Juntas sumamos.
Rebeca Torres Botella