Son las siete de la mañana del lunes, he tenido guardia de fin de semana y este es mi octavo día de trabajo seguido, me quedan cuatro más por delante. Cuando suena el despertador tengo ganas de lanzarlo bien lejos, pero se me pasa enseguida. Una ducha, un café y camino de nuevo al trabajo. Contado así puede sonar duro, y lo es, pero es que tengo el mejor trabajo del mundo. Soy embrióloga. Mucha gente cuando me pregunta a qué me dedico me hace repetirlo un par de veces y después me toca dar una pequeña explicación. Me dedico a generar y cuidar embriones hasta que podemos dejarlos en el útero de la que (ojalá) será su futura madre.
Yo, y la mayoría de nosotros, llegamos a este trabajo por pura vocación, en mi caso desde que era una niña. Nuestro día a día puede parecer monótono ya que repetimos una y otra vez los mismos protocolos, pero no lo es en absoluto. Cuando decimos que cada caso es único, lo es y nosotros le ponemos todo nuestro esfuerzo y nuestra ilusión en cada paso.
Disfruto mucho dentro del laboratorio, nunca he dejado de disfrutar y ya han pasado 12 años desde mi primer día de prácticas. Todavía me alegra sacar exactamente el número de ovocitos que se espera (incluso a veces alguno más), todavía digo “mira qué muestra de semen más bonita”, todavía disfruto de rescatar las joyas de las muestras menos bonitas; de microinyectar; de ver cada día cómo fecundan esos ovocitos, como empiezan a dividirse; me encanta observar los embriones con detenimiento y buscar cualquier anomalía que me ayude a distinguir cuál de ellos es el mejor y será el elegido para transferir.
Todavía me parece magia la vitrificación y disfruto de desvitrificar sin ese miedo que había con la antigua congelación lenta porque nuestras tasas de supervivencia ahora están por encima del 95%. ¡95%! ¿No os parece verdaderamente mágico que podamos congelar embriones humanos y que obtengamos ese porcentaje de supervivencia? A mí me lo sigue pareciendo, mucho más ahora cuando miro a mi hijo, que pasó varios meses vitrificado antes de llegar al mundo.
Os podéis imaginar que para poder dedicarnos a la embriología tenemos que pasar años de estudio (carrera, máster…) y años de prácticas hasta que llega ese día en el que puedes trabajar sin supervisión. Las técnicas que realizamos son delicadas y la presión que tenemos es grande, pero eso es algo que se aprende a llevar con la experiencia porque si algo te enseña este trabajo es que no todo está en nuestras manos. Aun así, cada negativo duele, cada punción en blanco duele y cada embrión que no sobrevive duele.
Hasta hace poco todas nuestras vivencias se quedaban en la oscuridad de nuestros laboratorios, pero desde que empezamos a salir a la luz hemos recibido el cariño y el respeto que nuestras pacientes sienten por nuestro trabajo, siempre es emocionante recibir vuestros mensajes. Aunque para nosotros, nuestro verdadero premio es el día que tenéis por fin a vuestro hijo o vuestra hija en brazos. Si estás todavía en ese camino, no dudes de que esas personas que viven dentro del laboratorio están en tu equipo, dando todo lo que tienen y deseando que ese día te llegue pronto a ti también.
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