Hace unas semanas, una conocida me comentó que el haber compartido con ella mi propia experiencia con la infertilidad le había sido de mucha ayuda en su propio camino. De alguna forma, también me he dado cuenta que el hablar de ello me ayuda a sanar y reconciliarme con mi historia. Esto es lo que me lleva hoy a contaros mi caso.
Hoy tengo 41 años y desde muy joven la idea de que no podría tener hijos ha estado presente en mi vida generándome un inmenso dolor. Con 8 años me extirparon el ovario y trompa derechos como consecuencia de un quiste del tamaño de un melón pequeño, según informaron los médicos a mis padres. Con 20 años, más o menos, en un chequeo rutinario me dejaron caer sin mucho tacto, que mi útero era bicorne y que ello supondría más posibilidades de aborto cuando quisiera tener hijos, y no fue hasta cerca de los 30 años que un ginecólogo me confirmó que lo que tengo son dos úteros con dos cuellos totalmente diferenciados. A todo esto habría que sumarle mis reglas irregulares. Cualquier visita al ginecólogo me suponía salir llorando de la consulta, independientemente de cuál hubiese sido el motivo.
Por circunstancias de la vida, no fue hasta 2015, cuando yo tenía 35 años, que mi pareja y yo nos planteamos tener hijos. Teniendo en cuenta mis circunstancias lo hablamos con mi ginecólogo y me recomendó consultar mi caso directamente con un centro de fertilidad, pues las posibilidades de que me quedara embarazada de manera natural eran muy pocas. Y allí nos fuimos los dos.
En la primera consulta me dijeron algo de lo que no tenía ni idea…»con 35 años una mujer alcanza la mitad de su reserva ovárica, como yo sólo tenía un ovario, y ya partía con la mitad, mi carga ovárica era muy baja y ya presentaba niveles de premenopausia». Así que mi solución para ser madre pasaba por la ovodonación, algo que nunca me había planteado. La malformación uterina, era otra cosa aparte, que no tenía por qué influir en mi capacidad para quedarme embarazada pero sí que podría afectar a la evolución del embarazo, sobre todo a partir del segundo trimestre, cuando podría haber más riesgo de aborto.
No sabría decir exactamente cómo me sentía, por un lado ilusionada porque la ovodonación me ofrecía la posibilidad de ser madre, que como comenté antes era algo que me costaba creer que pudiese suceder, pero también sentía miedo o tristeza ante la idea de que no llevase mis genes. Sin embargo, a pesar del miedo, mi deseo de ser madre superó a los miedos y me agarré a que el ser madre es algo mucho más profundo que simplemente que tu hij@ lleve tus genes.
Gracias a la generosidad de otra mujer, en abril de 2015 teníamos 6 embriones. La primera transferencia de embriones finalizó con una beta muy baja y un aborto químico. Por algún motivo a pesar de no haber embarazo los niveles de beta no bajaban y estuvimos un mes de idas y venidas a la clínica, de sí pero no…, muy duro tanto para mí como para mi pareja.
En noviembre de 2015 lo volvimos a intentar. Tras la primera transferencia decidí que iba a intentar llevarlo con más calma, escucharme menos y confiar en que lo que estaba haciendo (seguir el tratamiento, cuidar mi alimentación y hacer yoga) era lo máximo que podía hacer, el que saliera positivo no dependía al 100% de mí. En esta ocasión tuvimos un positivo y a pesar del sangrado a las 7 semanas por un hematoma que se formó en la placenta y de los pronósticos de un nacimiento prematuro, todo fue mucho mejor de lo que esperaba. Mi útero derecho, donde me implantaron el embrión, respondió estupendamente y el embarazo llegó a término. En julio de 2016 nació nuestro hijo y en ese momento todos mis miedos y dudas sobre la genética desaparecieron.
Tres años más tarde, en 2019 comenzamos de nuevo para intentar un segundo embarazo con los embriones congelados (teníamos 4). Aunque no era la primera vez que nos enfrentábamos a un tratamiento de fertilidad, los miedos y la ansiedad se sentían como la primera vez. Inicialmente nos habíamos propuesto tan sólo tres intentos. Sentíamos que si en tres veces no obteníamos un positivo, era señal suficiente de que ese no era nuestro camino. Finalmente, nos sometimos a cuatro transferencias de embriones en un año, con pandemia incluida. Mi última FIV fue en julio de 2020, y como os podréis imaginar, en ninguna de ellas obtuvimos un resultado positivo. A día de hoy, estoy feliz porque he tenido la oportunidad de ser madre, lo que es más de lo que inicialmente esperaba, pero mentiría si dijera que no me afectó ni me sigue afectando el no haber conseguido dar un hermano a mi hijo.
Como cualquier experiencia en la vida, mi camino personal en todo este proceso también me ha aportado algún aprendizaje. Que conseguir un positivo y que todo salga bien no depende al 100% ni de ti ni de tu pareja, así que, suelta un poco de responsabilidad y confía en que si tiene que ser será, y que para mí ser madre es algo mucho más grande y más profundo que compartir genes.